Caminando las calles de la
ciudad había un pobre hombre que no solo se había quedado sin trabajo, sino que
tampoco tenia nada que comer. Se sentía profundamente humillado pero como no
tenia otro recurso decidió recorrer los tachos porque parecía que lo que a él
tanto le faltaba, a otros le sobraba hasta para botar.
Comenzó muy de madrugada
su recorrida porque no tenia ganas de que lo vieran, y además, porque había que
llegar antes que los camiones de la municipalidad.
Destapó uno de los tacho y
sintió la repugnancia de tener que revolver allí
para conseguir un pedazo
de pan o media fruta para comer ese día.
Casi con asco fue
seleccionando lo poco aprovechable que lograba sacar y lo fue guardando en su
bolso: media galleta a la que rebano la parte mordida, una manzana de la que
separo lo podrido, un corazón de repollo del que tiro las
hojas marchitas de afuera.
Poco a poco y tacho a
tacho fue equipando el bolso, dejando detrás suyo y frente a cada parada un
reguero de desperdicios que ni siquiera quería volver a
tocar para devolverlos al
tacho.
En una de esas, al mirar
para atrás vio que tenía un testigo inesperado.
Alguien lo seguía: otro
pobre hombre peor vestido que él mismo recorría los
mismos tachos de basura,
recogiendo en una bolsita de plástico muchas de las cosas que él había botado.
Lo que él había
considerado inservible, a un hermano suyo le serviría ese día
como alimento. Se sintió
tan inmensamente conmovido al comprobar lo que estaba
sucediendo que, sin
pensarlo dos veces, retrocedió y abriendo su bolso le entrego al otro mendigo
la mitad de lo que había juntado.
Y al compartir ese poco
que tenia se sintió enormemente rico.
Y mientras regresaba feliz
a su casilla, miraba con compasión a todos los
satisfechos que pasaban
mientras se repetía su descubrimiento: ¡Pobres!
¡Pobres son los que no
saben compartir!